Hace varios años me encontré a Javier Marías en el aeropuerto de Madrid. Unos días antes se había conocido la insólita noticia de que había recibido el título de Rey de Redonda, una minúscula isla deshabitada en el Mar Caribe, y ahora el escritor estaba allí, a la espera de un vuelo, anotando algo en un cuaderno. Lo vi muy concentrado y al principio pensé que sería mala idea interrumpirlo, pero había disfrutado tanto con la lectura de su novela Corazón tan blanco que sentí el impulso de saludarlo. Arrastrando mi maleta de mano, me acerqué a él. Se me ocurrió hacer un chiste para llamar su atención.
—¿Viaja para la ceremonia de su coronación? —le pregunté y señalé su equipaje.
Me miró confundido, luego sonrió.
—No —contestó—. Voy a ser un rey sin corona.
—Felicitaciones por el título. ¿Ahora debo referirme a usted como "Majestad"?
—No, por favor, cualquier cosa menos eso. Digamos que prefiero ser un rey republicano.
Le tendí la mano y me presenté. Me dio un apretón firme. Le agradecí por los buenos momentos que había pasado con su novela y destaqué algunos pasajes que aún recordaba. Él asentía, siempre sonriente. Después, como el tema me parecía fascinante, no pude evitar hacerle más preguntas sobre Redonda y sobre cómo se había convertido en monarca de aquella micronación ficticia, ubicada en las coordenadas 16º 56′ latitud Norte, 62º 21′ longitud Oeste, cerca de las islas de Antigua y Barbuda.
—Es muy extraño todo lo que ha sucedido —comenté, divertido—. Es increíble como la realidad muchas veces puede ser más rara que la ficción.
—Y eso no es lo más raro de todo —dijo, levantando las cejas. Interpreté el tono con el que había hablado y la pausa que hizo como una invitación a sentarme a su lado.
—¿Qué pasó? —pregunté, intrigado.
—No me va a creer. O, peor aún, me va a creer.
—Cuénteme, por favor.
—Bien —cerró el cuaderno en el que había estado escribiendo y me miró fijamente—. Esto no se lo he contado a nadie todavía. Lo que le voy a relatar sucedió antes de que el escritor Jon Wynne-Tyson me contactara con la propuesta de hacerme cargo del reinado de Redonda. En esa época yo tenía un pez, un Carassius de escamas naranjas que me habían regalado. La pecera estaba en la cocina y yo aprovechaba para alimentarlo todas las mañanas, al despertarme, mientras me preparaba el desayuno. No se olvide de ese dato, por favor. En ese entonces, había empezado a tener un sueño recurrente todas las noches: nadaba en un mar gris. Las olas me llevaban de un lado al otro y tenía que hacer mucho esfuerzo para no hundirme. A lo lejos, muy lejos, se veía la silueta de una isla sin playas, rodeada de acantilados. Yo sentía el deseo intenso de alcanzarla y nadaba con todas mis fuerzas, pero parecía imposible avanzar. Entonces me despertaba, agitado y cubierto de sudor. Durante el día, me costaba concentrarme en mis tareas habituales. Sólo podía pensar en aquella isla. En los días siguientes, me ocurrió algo curioso. Cada vez que me dormía soñaba con el mismo mar gris, pero sentía que me iba acercando a la isla. Por extraño que suene, parecía estar soñando una continuidad del mismo sueño noche tras noche. Unas semanas después, finalmente llegué a la isla. Escalé por las paredes de piedra hasta alcanzar la yerma superficie. Aspiré una larga bocanada de aire y sonreí. Giré para ver el mar desde una nueva perspectiva. Entre las olas me pareció distinguir el reflejo dorado de unas escamas y unas aletas enormes, como si se tratara de un gigantesco monstruo marino que nadaba cerca de la superficie. Amanecí feliz: ¿continuaría el sueño la noche siguiente, pero ya en la isla? ¿Qué encontraría allí? Mientras me preparaba un café en la cocina, noté que la pecera estaba vacía. Mi pez, aquel al que alimentaba todas las mañanas, ya no estaba. Ese mismo día me contactó Wynne-Tyson.
No supe qué decir y, ante mi desconcierto, él se encogió de hombros.
—Debe haber alguna explicación lógica para la desaparición del pez —señalé.
—Cualquier explicación resultaría aburrida, ¿no le parece?
En ese momento, escuchamos el anuncio de la partida de un vuelo.
—Ese es el mío —dijo el escritor y se puso de pie—. Ha sido un gusto conversar con usted.
Nos dimos un apretón de manos y se fue caminando sin prisa.
Unas horas después, ya a bordo de mi avión, volaba sobre el océano. Miraba por la ventanilla con el anhelo de divisar una isla, cualquier isla.